Si hay algo que me fastidia es que me pregunten al finalizar una lectura por qué
escribo cuentos. Detrás de esta pregunta percibo siempre más compasión que
curiosidad. Es como si me estuvieran diciendo: ¡Pobre, escribe cuentos porque la
novela le queda grande! Y en mi esfuerzo por ofrecer una respuesta contundente,
enmudezco, vacilo y alimento aún más las convicciones de esos insolentes. ¡Qué
digo insolentes, son ignorantes! Escribo cuentos porque me gusta, contesto finalmente,
cuando ya es demasiado tarde y sus miradas indulgentes son irreversibles. Escribo
cuentos porque soy intenso, porque se me da la gana, debería responderles con la
grosería que se merecen y con una soberbia que no dé lugar a repreguntas. ¿Le
ha quedado claro o es que la lectura de novelas le atrofió el entendimiento? ¿O
acaso no sabe usted, rústico lector, que está demostrado científicamente por la
Universidad de Surrey, Sussex o era Essex (ahora no lo recuerdo) que una
persona no puede concentrar la atención ni conservar el interés más allá de las
ciento ochenta páginas? Todo lo demás es relleno que las editoriales se
encargan de vender como depurada literatura producida por autores
acostumbrados, mal que nos pese, a estirar sus historias convencidos de que aún
les queda algo por contar. ¡Entiéndalo de una vez! Escritor que sobrepasa el
límite impuesto por la ciencia no es más que un vanidoso. Pero me temo que no
lo comprenderá porque seguramente usted prefiere llevarse una de esas novelas
gordas que lo mantenga ocupado durante sus vacaciones, y en lo posible, una
novela que no le ofrezca demasiadas dificultades, que le permita poner su
capacidad de razonar en piloto automático desde la primera página (sin prólogo
ni introducción, ¿verdad?) hasta el final. Y si es una saga mejor, porque de
esa forma ya le soluciona el problema para varios veranos. ¿O me equivoco? Lectores
como usted no merecen ninguna consideración, afirma el
protagonista de El dilema de Jacarandá (lo siento, este cuento forma parte del
próximo libro).
No me agrada enfrentar a estos dos géneros que poco tienen en común, pero me
parece que es la mejor manera de demostrar que ni uno no es inferior al otro ni
tampoco una condición. Pero no le echemos la culpa sólo a los lectores, los
autores también somos responsables de esta afirmación absurda e infundada.
Mucho autor aventurero comienza escribiendo cuentos como si fuera una actividad
de precalentamiento, el medio para llegar a un fin más elevado, y cuando tiene
publicado su primer libro de cuentos cree estar capacitado para pasar a la
novela. Un error tremendo, sobre todo para los lectores que debemos padecerlos.
No niego que hay autores que pueden desenvolverse magistralmente en ambos
géneros, pero son excepciones. La regla general establece que escribir buenos cuentos
no habilita automáticamente a escribir novelas y viceversa. Alguna vez leí una
entrevista a Murakami en donde declaraba que solía escribir cuentos entre
novela y novela, como una manera de despejarse literariamente. Yo preferiría
que Murakami escribiera sólo cuentos.
Los autores que utilizan al cuento como un trampolín hacia la novela suelen
ser cuentistas mediocres. El cuento les sabe a poco. Por lo general no
comprenden que el cuento tiene una dinámica propia y para escribir un buen
cuento hay que dedicarse a escribir un cuento teniendo en mente un cuento.
Decía Cortázar que un cuento es un orden cerrado, comparable a la perfección de
una esfera. A muchos autores esa esfera se les escurre entre las manos.
En la vereda de enfrente se encuentran aquellos autores que se
autoproclaman cuentistas y yendo mucho
más allá, no se avergüenzan de ello. Autores como Jorge Luis Borges, quien responde
la estigmatizante pregunta con una genialidad: Por qué una novela si lo que
quiero contar puedo escribirlo en unas pocas páginas, o más recientemente,
Samanta Schweblin, por nombrar a algunos.
Pero no me malinterprete estimado lector, no deseo incomodarlo ni mucho
menos agredirlo. Sólo pretendo ahorrarle una pregunta y le aclaro que la novela,
definitivamente, no es mi asignatura pendiente. Por ahora.